Fiesta y luto
Arturo Soto Munguía
I
Crece. La rabia crece.
La ira crece. La impotencia se desborda en la plaza Emiliana de Zubeldía, como se desborda el llanto de los que en silencio van andando, marchando, sollozando, rezando.
En Hermosillo, los únicos que siguen riendo son los candidatos a lo que sea, del partido que sea. Ríen desde los postes, desde los espectaculares, en las pantallas electrónicas, en los desplegados de prensa.
Son los únicos que ríen, porque la ciudad está llorando.
El sábado anterior preguntamos de qué se ríen. Hoy lo sabemos. Festejan el Top Ten del insulto: ignorante, arrogante, pandilla de atracadores…
Los motivos de su risa no tienen nada qué ver con los motivos de la marcha del Movimiento 5 de junio.
Su risa es ajena al dolor de los que marchan y por eso, cuando se pregunten -como alguna vez se preguntó el genocida George Bush- ¿Por qué nos odian?, pueden acudir por la respuesta a la Plaza Emiliana de Zubeldía, donde la memoria social hermosillense se está escribiendo. Ahora mismo.
II
Tamm… …Tammm… …Tamm… El Güero del Acordeón, como lo conocimos en los tiempos de la crónica urbana aderezada con percusiones, golpea el tambor.
El Colas marca el ritmo con las batacas, lento, espaciado. Fúnebres suenan los redobles. Sonoros en medio del silencio. Tristes como los ojos de los que marchan y suman miles.
El Colas quisiera hacer bailar a la gente, porque eso le sale muy bien. Pero hoy la hace llorar desde el repiqueteo con que marca el ritmo fúnebre de los tambores que marchan. Avanzan. Caminan. Suenan y se meten en los oídos como algo que no se quiere oír.
Al frente va Ximena y su sonrisa inolvidable, imperecedera. Sus ojos luminosos abren el camino y están ahí para que no se olviden, como van en la espalda de su padre, indelebles en el tatuaje aún hinchado y casi sangrante.
Va también Xiuan, montado en una tortuga feliz, como era.
Va Yeyé: “Por ti hasta la vida, te lo juro”, sentencia la madre en la pancarta que dice su nombre.
Va Andrés en el llanto contenido de su madre y de su padre, que se abrazan en la primera fila de la marcha.
Va Julián, superhéroe, ‘flaquito precioso TQM’.
Va Juan Israel, que quiere estar con sus papitos.
Van todos. Casi todos los que murieron en el incendio de la guardería ABC.
Van en imágenes. Viajan en globos rosas y azules con sus nombres que flotan sobre la camioneta que también marcha.
48 nombres que jamás debieron ser escritos con el pulso tembloroso de quien los extraña tanto.
Ni con la voz de la abuela que se quiebra con sólo articular un monosílabo. La que acompaña a los pequeños que llegaron desde Phoenix para pasar lista de presente en esa generación que aprende sus primeros pasos y sus primeras letras marchando por la justicia.
En Sonora, la corrupción mata a los niños. En Sonora, la corrupción y la impunidad matan a los niños, y por los niños que pueden ser los nuestros, por eso es que marchamos.
Marchan también las figuras colosales de los muchachos y muchachas que desde lo alto atisban con la mirada dura. Ni por asomo una sonrisa. Las quijadas van trabadas. Los ojos de acero. El corazón estrujado desde lo alto de sus zancos, desde sus alas angelicales y los rostros maquillados y callados y su boca amordazada.
‘Justicia. Asesinos a la cárcel’, dice una pancarta.
También marcha Santiaguito, que está en el cielo y está en la tierra.
En la tierra marcha al frente y en las calles de Hermosillo dice “No te olvidaremos”.
En el cielo, está mirando hacia abajo, viendo a su padre que sí lo conoce bien y por eso dice que en estos momentos Santiaguito se está asomando entre las nubes y diciéndole a sus amiguitos: “Aquel que está allá abajo es mi papá… ¡Y no se va a dejar de ningún pendejo!”.
III
Puntuales, salen a las seis y poco. Es sábado y el cielo está encapotado. Triste. Por eso en la calle, los hombres se quitan el sombrero y bajan la mirada. Por eso las mujeres abrazan a sus novios y esposos. Por eso las madres estrujan a sus pequeños contra su pecho con la compulsión de la madre que no quiere que le quiten a su retoño.
Por eso hay mucha gente en las banquetas del bulevar Luis Encinas, saludando la marcha, resistiendo el llanto, aguantando las ganas de gritar y mentar madres y decir ‘estamos con ustedes porque mañana podemos ser nosotros’.
La marcha va, como diría Víctor Jara, con el alma llena de banderas.
También de lonas, mantas y pancartas que desde un silencio que aturde dicen: “Yo soy culpable por confiar mi hijo a corruptos”. “IMSS: No protejas impunes”. “No olvidemos”. “Cómo vivir sin ti, preciosa”. “Nada ni nadie por encima de la ley”, dicen, como doloroso sarcasmo; como un llanto que se ríe.
Como una mentada de madre que se agolpa en el pecho y amenaza con romper el aire.
Tummmm… …Tummmm… Tummmm…. … Suenan los tambores, fúnebremente acompasados.
Truena el cielo cuando llegan a la calle Matamoros para entrar al centro de la ciudad. Son miles y miles que en silencio marchan.
Pero el silencio pesa. Inflama. Se agiganta y parece que algo va a estallar en cualquier momento.
Mucha gente deja la banqueta y se suma a la marcha. No están solos, dicen, y se suman.
Y avanzan. En silencio avanzan. Con el corazón encogido, con los ojos de agua, con la boca seca, con el grito que se les hace un nudo en la garganta, avanzan.
Con su silencio dicen: ‘Justicia’.
Dicen ‘Amor’. Dicen, con su silencio de miles: ‘No están solos’.
IV
6:30. Sábado.
Tarde gris del Hermosillo lastimado.
Matamoros y Colosio, esquina donde esperan cientos de personas que al incorporarse a la marcha son una sola, recuperando para las calles el carácter de espacio púbico. El único donde se escribe la historia.
Algo tiene esta marcha que la vuelve poderosa. No son los diez, once, doce o no sé cuántos miles que caminan. No es eso.
Quizás sea la implacable, la devastadora ternura de Joselin Valentina, que está sentada en los peldaños de una escalera, con el cabello recogido en dos colitas que nacen como diminutas palmeras tropicales.
Quizá sea la mirada feliz e inocente que doblega al más macho o la sonrisa que jamás se volverá a ver, a menos que sea la que sus familiares sostienen en una lona donde también se lee: Nació 08-05-07 – Murió 05-06-09.
Con esa imagen, se incorporan, también, y con el rostro divertido y tierno de Joselin vuelven más poderosa la marcha, que en silencio avanza y en silencio suma y en silencio le mienta la madre a los asesinos.
Porque, ¿se han fijado? Los padres, cuando aluden a sus hijos no dicen ‘se murió’. Dicen: “me lo mataron”.
Otros que marchan son los periodistas. Van ahí también, en silencio con sus cámaras, micrófonos, libretas, teléfonos, con todo lo que les permita documentar y ser parte de esta jornada que hace historia en Hermosillo.
Es el despertar de una sociedad civil que llenó la plaza y tomó la calle por su cuenta. Los periodistas van, también, estremecidos en el redoble fúnebre de los tambores y el silencio angustiante de los miles que caminan con los ojos llenos de agua y las mandíbulas apretadas.
Por cuarta vez, Radio Bemba transmite en vivo, urbi et orbi. Desde la calle para todo el mundo reproduce el ruido de los pasos, la voz del silencio que en ocasiones, como es el caso, nos dice a todos: ‘No están solos’.
La calle Serdán es un río ruidoso y por lo tanto, algo lleva.
Ahí, otro muerto memorable se aparece. Mario Benedetti dice, desde una manta: “Hay odios que ennoblecen”. Y con ello les responde a los que desde la impunidad refrigerada de su oficina, se les hace fácil decretar que el dolor no se convierta en odio.
Hay odios que ennoblecen, canta, recita, musita, llora Benedetti desde el horror de la dictadura que le tocó vivir para que otros no lo viviéramos.
Y ennoblecidos, los padres y familiares de los niños muertos y de los que viviendo mueren en los hospitales para quemados, van, avanzan, con el alma adolorida y valiente para decir como dijo Roberto Zavala, “no nos vamos a dejar de ningún pendejo”.
V
Son Horas de Junio y la poesía aparece en yaqui y en todos los idiomas y dialectos. Hay un encuentro de escritores en Hermosillo y algunos dejaron el auditorio para sumarse al silencio que ensordece.
Caminan también, abajo y arriba de la tierra, dejando que sus musas caigan de rodillas al paso de tanta gente tan silenciosa y tan poderosa.
Hay 48 flechas aztecas clavadas en el corazón de los poderosos.
Al tomar el bulevar Encinas, para ir a Palacio de Gobierno, Laura Fernanda no aguantó. Se durmió con sus tan poquitos dos años de vida. Su papá tiene una cola en el cabello y la abanica en la carreola, mientras camina, con otros miles detrás de ellos, que como ellos, no saben que hay miles delante de ellos.
VI
La marcha avanza silenciosa y poderosa. Va acumulando el sentimiento. Los sentimientos que se mezclan sobre la calle, al lado del frío edificio de gobierno sin gobernante, porque dicen, cada vez que hay una marcha por los niños muertos, se va a Obregón, su ciudad natal.
“Ya son 48, ¿vas a esperar por más, hijo de la chingada?”, dice una pancarta, cuando pasa por las puertas de Palacio.
En Palacio hay dolientes de otros niños muertos. Víctor Abdiel es uno de ellos, víctima de la negligencia médica en el Hospital Chávez. “Es necesario hacer un alto. El gobierno no hace caso a las marchas silenciosas”, gritan sus padres.
La marcha se detiene. El silencio se rompe. “¡Justicia! ¡Justicia!, comienzan a corear todos. ¡Que renuncie! ¡Que renuncie!, vuelve a sonar la proclama en la sede del gobierno del estado de Sonora.
“Aquí está uno más del sexenio de Bours”, grita otro padre, que exhibe las crudas fotografías de su hijo descuartizado en un hospital.
“Son chingaderas”, grita. Y se queja de que algunos conductores de Telemax, la televisora gubernamental, los ha llamado ‘buitres’ por denunciar las negligencias médicas que les arrebataron a sus hijos.
Hay un momento de confusión. Un instante en que el silencio se rompe en Palacio de Gobierno y miles de voces se estremecen en un grito: “¡Que renuncie-que renuncie!”.
VII
A las 7:26, la marcha toma de nuevo el Luis Encinas rumbo a la Plaza Emiliana de Zubeldía.
Ahí va don Miguel Acedo, con un lazo negro en el brazo, sobre el bíceps flaco bajo su camisa blanca y sus 74 años. Es de los organizadores de la marcha y ha mantenido el paso como el mejor.
-Tiene buena condición, le digo.
-Qué madre, ya me he aventado cuatro, me responde. Y las que faltan, agrega con una sonrisa.
El río de gente se desborda rumbo a la plaza. Los carriles en un solo sentido son insuficientes, así que se abren y la gente toma toda la calle. Y avanza.
Nunca, antes, los hermosillenses tomaron los ocho carriles que unos toman como parámetros de progreso, y otros toman como el espacio público para decir que el progreso no debe ser a costa de la vida de sus hijos.
VIII
Laura Fernanda ya despertó. Se bajó de la carreola y camina de la mano de su padre.
Si a las seis de la tarde la Emiliana de Zubeldía era pequeña, a las ocho de la noche estaba reventando de gente. Ahí se rompe el silencio.
Cristina García es su nombre, pero es igual al nombre de muchos más que ahora lloran a sus hijos.
Ella es madre de una bebé que no murió en el incendio, pero la niña carga con las complicaciones de quien estuvo a punto de morir entre los gases tóxicos del material prohibido que se quemó en la guardería.
Estamos escribiendo la historia, para que si se repite, no sea porque nosotros nos hicimos a un lado, le digo a la muchacha que se acerca a preguntarme que si qué hago.
Le digo que no me mire a mí. Que mire allá, donde una madre carga con el peso de explicarle a su niña cada día, que debe separarse de ella, porque tiene que irse a trabajar.
IX
La plaza está oscura. Huele a cera quemada. Huele a lo que no quiero oler pero estoy ahí, junto a miles que aquí están, para decir algo. Para romper el silencio.
Las palabras de la madre calan hondo, porque le habla a miles de personas como si le hablara a su pequeña, sobreviviente del incendio, pero que difícilmente sobrevivirá el olvido:
“Perdón, mi amor, porque yo te prometí que nadie te lastimaría y te fallé. Perdóname mi amor”.
“Si ustedes nos dejan solos, ¿con qué voz vamos a pedir justicia?”, pregunta desde el templete Cristina García, la madre de la niña que aún se ahoga, quién sabe si recordando el humo.
Y la plaza tiembla con un grito: “¡No están solos! ¡No están solos!”.
La plaza está oscura, porque el alumbrado público se cortó esa noche, pero no hace falta. Más oscuros están los corazones de otros.
¿De cuáles otros?, surge la pregunta. Y una pancarta responde: “Niños ABC, en el corazón de unos, en la conciencia de otros”.
X
“Ustedes conocían a Ximena”, dice Raúl Álvarez, su padre, “porque durante todo este tiempo estuvimos pidiendo un milagro. Ella duró dos semanas con muerte cerebral y luchó contra la muerte. Ella nos enseñó sobre la lucha”.
Ximena fue la muerte 48 del incendio en la guardería ABC. Para la estadística oficial ella es una muerta más. Para su padre es el amor que llevará tatuado en la espalda, toda la vida.
Roberto Zavala está tranquilo. Su voz serena. Habla de Santiaguito, su hijo. De sus encantos y sus travesuras y la luminosidad que inundaba su casa cuando manejaba en reversa el Tonka corriendo de un lado a otro.
Porque le gustaba correr, al Santiaguito, de un lado a otro de la casa.
Se los presento, dice: a los policías que impidieron el rescate de más niños. A los bomberos que llegaron tarde. A los que firmaron permisos para que operara la guardería. A los dueños de la guardería, que recibían dos mil quinientos pesos al mes. Se los presento al gobernador y a la PGR; al juez que liberó a los detenidos con una fianza pagada con el fondo creado por el gobierno estatal para las víctimas.
Se los presento. Y ya que lo conocen les pregunto: ¿Ustedes creen que somos unos pendejos? Si esto queda impune, entonces sí seremos unos pendejos, gritó, en medio de la plaza.
Y aprovechando que Benedetti andaba por ahí, casi lo cita cuando dijo que entre el gobernador y él hay algo personal. Le recordó a Bours que en una entrevista al diario Milenio, el gobernador declaró que algunas personas se le habían acercado para manipularlo.
No señor. Las únicas personas que se han acercado para eso, son las que usted mandó. Las que le dijeron que en el cielo, Santiago estaba triste porque yo estaba enojado.
Pero ustedes no conocen a Santiago. Yo sí. Y yo sé que en el cielo, Santiago está viendo para abajo y diciéndole a sus amigos: “Aquel pinche loco que está allá es mi papá. Y no se va a dejar de ningún pendejo”.
Los testimonios siguen. El silencio de la marcha se acabó. La voz de los padres inunda la plaza con un reclamo de justicia y muchas ganas de documentar la historia de una tragedia que se pudo evitar, pero la mezquindad y la ambición de los gobiernos no quisieron, porque pudo más la ambición de los gobernantes.
Alí Primera resucita desde algún lugar bajo la tierra venezolana, y canta, como siempre ha cantado, como seguirá cantando mientras sigan muriendo niños inocentes, víctimas de la mezquindad, la ambición y el blindaje que dan las cuentas bancarias millonarias.
Alí Primera canta, pre moderno y arcaico. Desfasado. No cabe en el Hermosillo, en el Sonora de progreso, desarrollo, modernidad y marketing.
Pero canta en el corazón de una sociedad herida que no sabe mucho de eso. Que no discute ideologías ni partidos.
Canta en el corazón de los padres a los que les han matado a sus hijos y eso, no conoce linderos.
En la plaza, en la voz de un poeta colombiano que vino a las horas de junio en Hermosillo, Alí Primera canta: ‘no basta rezar/hacen falta muchas cosas para conseguir la paz...’.
Canta Pancho Jaime, también, pero dice que no se puede cantar con un nudo en la garganta.
Cae la noche en la plaza. Jornada intensa y dolorosa. Convocatoria a volver a estar, como estaremos, el próximo sábado, sin falta.
Por los niños que murieron. Por los que no han muerto. Por los que merecen vivir, ahí estaremos.